El Dragoncito y la Montaña Brillante
Había una vez un dragoncito muy curioso que vivía en la base de una inmensa montaña nevada. Su nombre era Estel, y su característica más especial era su aliento caliente, con un agradable aroma a canela. A pesar de ser un dragón, él no soltaba llamaradas gigantescas ni espantaba a las criaturas que vivían a su alrededor. Al contrario, Estel era muy amigable y siempre estaba dispuesto a ayudar a los demás. Sin embargo, muchos animales se alejaban de él porque se veían intimidados por sus grandes alas y su reluciente piel escamosa.
Un día, Estel decidió explorar la montaña nevada para descubrir todos sus secretos. Estaba llena de cuevas brillantes, árboles cubiertos de escarcha y pequeñas huellas en la nieve que anunciaban la presencia de animales invernales. El viento soplaba suavemente, levantando copos de nieve que parecían bailar alrededor de él. Estel avanzaba con cuidado para no asustar a los conejos ni a las ardillas que de vez en cuando asomaban la cabeza tras los árboles.
Mientras caminaba por la ladera helada, llegó hasta una zona donde se encontraban varias cuevas brillantes. Desde el exterior, parecían cristales enormes que reflejaban la luz del sol. Estel sintió un cosquilleo de emoción al pensar en todo lo que podría haber dentro. Se acercó a la primera cueva y vio estalactitas de hielo que colgaban del techo. Al fondo, se apreciaba un resplandor dorado que parecía guiarlo hacia un pasaje secreto. Sentía que algo mágico habitaba aquel lugar.
Con mucha curiosidad, entró en la cueva y recorrió un túnel largo y estrecho. De pronto, se encontró con un zorro blanco de ojos brillantes. El zorro dio un salto y estuvo a punto de salir corriendo, pero Estel habló con voz suave:
—Hola, pequeño amigo. Soy Estel, el dragón que vive junto a la montaña. No quiero asustarte, solo busco un lugar para calentarme un poco y ver lo que hay aquí. ¿Podemos ser amigos?
El zorro, todavía encogido, respondió:
—Me llamo Bubu. Casi nunca veo dragones por este lado de la montaña… Pero, si eres tan amable como pareces, tal vez podamos caminar juntos.
Estel sintió alegría. Sacudió sus alas con cuidado para no golpear las paredes de la cueva y se sentó junto a Bubu. El dragón usó su aliento calentito para derretir un poco de hielo y crear un cómodo espacio donde ambos pudieran descansar sin sentir tanto frío.
Cuando salieron de la cueva, el sol ya se estaba poniendo, y las sombras largas se extendían por la nieve. Bubu llevó a Estel a conocer su rincón favorito: un claro rodeado de árboles frondosos que se habían cubierto de escarcha, con ramas centelleantes al reflejo del sol anaranjado. Allí vivían varios animales invernales: conejos de orejas suaves, un ciervo tímido de pelaje gris y algunas aves que revoloteaban buscando semillas. Todos se giraron al ver aparecer al dragón y se sintieron un poco nerviosos.
—No tengan miedo —dijo Bubu—. Este es Estel, un dragoncito muy amable. Usa su aliento caliente para ayudarnos a entrar en calor. Hoy me ayudó en la cueva, y les aseguro que no hace daño a nadie.
Los conejos y el ciervo se quedaron en silencio, observando con cuidado a Estel. No estaban acostumbrados a ver un dragón tan cerca. Sin embargo, la mirada dulce de Estel, junto con la actitud relajada de Bubu, convencieron a los presentes de que no corrían peligro. Poco a poco, se fueron acercando y le dieron la bienvenida.
Uno de los conejos, llamado Brinco, se atrevió a dar un paso adelante:
—He oído historias de dragones que escupen fuego y destruyen bosques enteros. ¿Es cierto? —preguntó con un temblor en la voz.
Estel agitó la cabeza en señal de negación:
—No todos los dragones somos iguales. Yo nací con un aliento cálido que huele a canela, y no quiero destruir nada. Me gusta conocer a otros animales y cuidarlos. Somos diferentes, pero eso no significa que no podamos ser amigos.
Las palabras de Estel hicieron que Brinco y los demás se sintieran más tranquilos. Empezaron a hablar sobre la nieve, el invierno y sus comidas favoritas. El ciervo contó cómo sobrevivía a los fuertes vientos, las aves describieron la manera en que buscaban semillas bajo la capa de nieve, y el zorro contó chistes sobre las huellas que dejaban en el suelo helado.
Pero mientras la conversación continuaba, un gruñido retumbó por el bosque. Todos se quedaron inmóviles al reconocer ese sonido. Era el oso invernal llamado Gran Rojo, que generalmente dormía durante la mayor parte del invierno, pero que había despertado temprano. Gran Rojo era enorme, de pelaje pardo oscuro y temperamento cambiante. No le gustaba que nadie invadiera su territorio en la montaña.
—¡Fuera de mi claro! —gruñó Gran Rojo, levantando una nube de nieve con sus garras. Sus ojos se posaron en Estel al instante. Mostró los dientes con tanta furia que el dragón sintió un escalofrío, a pesar del calor que llevaba dentro.
Brinco y los demás retrocedieron asustados. Hasta Bubu se encogió. Sin embargo, Estel dio un paso al frente con calma:
—Disculpa, Gran Rojo —dijo—. No queremos hacer daño. El bosque es muy grande. Podemos compartirlo si nos lo permites. Me llamo Estel. Acabo de llegar y solo buscaba abrigo y compañía.
El oso gruñó de nuevo, desconfiado. Tenía una cicatriz en el hocico que alguna vez le había causado un dragón adulto, y por eso no soportaba la idea de tener a uno cerca. Pero al ver que Estel sacudía sus alas sin agresividad y escuchaba con atención, Gran Rojo decidió no atacarlo. Aun así, se mantuvo firme.
—Aquí no hay lugar para ti —dijo con voz ronca—. Tú vienes de una familia peligrosa. Todos los dragones son iguales.
Estel se sintió triste al escuchar esas palabras. Recordó cuántas veces había estado solo por ser distinto: un dragón pequeño que no era temible ni quería hacer daño. Respiró profundo y habló con el corazón:
—No todos tenemos que ser iguales para llevarnos bien. Yo respeto tu espacio, Gran Rojo, y solo pido que nos permitas estar aquí mientras cae la noche. Podemos compartir un poco de calor si lo deseas.
Gran Rojo frunció el ceño. Observó que los otros animales parecían sentir un gran afecto por Estel. Brinco y Bubu lo miraban con ojos suplicantes. El ciervo y las aves se mantenían cerca del dragón. Todos esperaban que Gran Rojo entendiera que no estaban allí para pelear ni ocupar un lugar que no les correspondía.
Finalmente, Gran Rojo suspiró. Se tumbó sobre la nieve, dejando de mostrar sus dientes afilados. Pese a su genio, notó la ternura y la valentía de Estel. El aire helado seguía soplando, y el dragón, con suavidad, lanzó un tenue aliento tibio que no olía a azufre ni resultaba amenazante. Solo era un vapor aromático que calmaba el ambiente.
—Veo que eres distinto a los dragones que conocí —murmuró Gran Rojo—. Puede que haya juzgado mal.
El oso cerró los ojos y, por primera vez en muchos años, permitió que otro ser se acercara a él. Estel notó que el gran oso temblaba de frío, y se sentó a su lado, calentándolo con cuidado. Los demás animales respiraron aliviados y quedaron maravillados. Aquella era la primera vez que veían a Gran Rojo soltar su enojo y aceptar la compañía de alguien que, en un principio, le había causado recelo.
Durante las siguientes horas, todos conversaron sobre la montaña nevada y la importancia de cuidarla para que siguiera siendo un lugar seguro para cada criatura. Aprendieron que, a pesar de sus diferencias, compartir un hogar común requería respeto y una dosis de empatía. La luz de la luna empezó a iluminar los árboles cubiertos de escarcha, y la nieve centelleó como si mil estrellas se hubiesen posado sobre el bosque.
A medida que la noche avanzaba, la amistad entre Estel y los demás animales crecía. Se dieron cuenta de que cada uno tenía algo especial que ofrecer. Los conejos podían guiar el camino con sus saltos veloces. El ciervo acostumbraba a encontrar los lugares más tranquilos para descansar. El zorro sabía chistes y relatos que hacían olvidar la soledad. Estel ofrecía su calor y su gran corazón. Incluso Gran Rojo, aunque gruñón, podía protegerlos de posibles peligros.
Al amanecer, cuando el sol comenzó a teñir de dorado la montaña, todos se reunieron alrededor de Estel y se despidieron con abrazos y palabras cariñosas. Gran Rojo, con su voz grave, le dijo al dragón:
—Gracias por tu paciencia y tu amistad. Pensé que serías un problema, pero me has enseñado que no importa cuál sea nuestro aspecto o nuestra especie, el corazón de cada uno habla más fuerte que las apariencias.
Estel se sintió tan feliz que casi lloró. Sus alas temblaron de emoción y soltaron un leve suspiro cálido que derritió un poco de nieve. Sabía que el nuevo día traería más aventuras, pero, sobre todo, estaba agradecido de haber encontrado amigos que lo aceptaban tal y como era.
Moraleja: Aprendamos a valorar la amistad y a comprender que cada uno de nosotros es diferente. Esas diferencias pueden ser ocasión para unirnos, en lugar de separarnos. Aceptar a los demás con sus peculiaridades nos abre la puerta a grandes sorpresas, experiencias y recuerdos felices.
En lo alto de la Montaña Brillante, Estel el pequeño dragón se despidió, sabiendo que no estaría solo nunca más. Y desde ese día, cada invierno se convirtió en una oportunidad para visitar a sus amigos invernales, calentar las cuevas heladas con su aliento de canela y compartir enseñanzas sobre la verdadera amistad, demostrando, una y otra vez, que ser diferente puede ser el comienzo de una maravillosa historia.