Érase una vez en un parque lleno de árboles altos, columpios de colores y senderos secretos que parecían llevar a lugares misteriosos. Ese parque tenían zonas con flores brillantes y un suave pasto donde los niños corrían y jugaban cada día. Allí vivía una ardilla llamada Nina, que saltaba con entusiasmo de rama en rama en busca de nuevas aventuras. Nadie en el parque conocía igual su valentía ni su generosidad.
Nina tenía la cola esponjosa y unos ojos curiosos que siempre brillaban de emoción. Cada mañana, al salir el sol, se despertaba en su hogar: un hueco acogedor en el tronco de un roble enorme. Desde lo alto, podía ver todo el parque. Le gustaba divisar a los niños divirtiéndose en los columpios, corriendo en el césped o explorando los senderos secretos. Ella sentía una alegría especial cuando los observaba compartir sus juegos y sus risas.
Un día, Nina decidió que era el momento perfecto para explorar el rincón más escondido del parque. Sabía que había un sendero secreto detrás de los arbustos más frondosos y quería descubrir qué había al final. Saltó con cuidado por varias ramas, asegurándose de no tirar ninguna hoja ni molestar a otros animalitos. Mientras avanzaba, encontró un viejo cartel de madera que apenas se leía. En letras descoloridas, decía: “Camino del Sauce Antiguo”. Nina se emocionó. ¡Estaba a punto de descubrir un lugar mágico!
Tras recorrer el sendero, la ardilla llegó ante un sauce tan grande que sus ramas parecían manos largas y colgantes. Debajo del árbol, halló un pequeño claro tapizado de musgo suave y piedras relucientes. Era un lugar hermoso y silencioso. Nina se sentó a contemplar el paisaje y sintió un viento suave que mecía las ramas del sauce. Entonces notó un ruido extraño: parecía el sollozo de alguien muy pequeño. Con el corazón lleno de curiosidad, siguió el sonido y encontró a un conejito gris, tembloroso y asustado.
—¿Estás bien? —le preguntó Nina con su voz más amable.
—Me perdí buscándoles flores a mis amigos —respondió el conejito con un hilo de voz—. Creí que vendrían conmigo a este parque, pero me quedé solo y no sé cómo volver.
Nina pensó en ayudarlo enseguida. Le ofreció su mano suave y lo invitó a caminar de regreso. Sin embargo, el conejito se sentía tan débil y cansado que casi no podía saltar. Fue entonces cuando Nina se quitó una pequeña mochila de bellotas que llevaba a cuestas y abrió su contenido.
—Toma una bellota. Te dará energía —dijo ella con una sonrisa.
El conejito, sorprendido, preguntó:
—¿De verdad me la regalas?
—¡Claro! —exclamó Nina—. Tengo más. Compartir con un amigo es lo mejor del mundo.
El conejito comió agradecido y, poco a poco, su ánimo mejoró. Nina lo ayudó a ponerse de pie y comenzaron a caminar rumbo a la entrada del parque. El conejito no dejaba de sonreír, feliz de haber encontrado a alguien tan generoso. En el trayecto, se toparon con un grupo de pajaritos que cargaban ramas y hojas. Estaban construyendo un nido en la parte más alta de un árbol, pero la rama donde trabajaban era muy fina. Ambos amigos observaron con cuidado.
—¡Cuidado! —gritó uno de los pajaritos—. Se nos cayó una rama y no podemos terminar el nido.
Sin pensarlo dos veces, Nina trepó rápidamente a una rama segura. Bajó con cuidado la rama perdida y la acercó a los pajaritos, que la necesitaban para apuntalar su nuevo hogar. Los pajaritos aletearon y piaron con alegría.
—¡Gracias, Nina! Eres muy amable. Nunca habíamos conocido a una ardilla tan dispuesta a ayudar. ¿En qué podemos corresponderte?
Nina se rió con modestia.
—No hace falta nada, amigos. Me alegra verlos felices.
El conejito también se sentía orgulloso de la ardilla. Continuaron su camino y pronto llegaron a una parte del parque donde había varios niños jugando en los columpios y en los toboganes. Uno de los niños llevaba un gran globo azul y saludó a Nina al verla pasar. El conejito bajó su cabeza, un poco apenado, porque pensó que no podría saludar tan amistosamente a los niños.
—Ven, te presentaré a mis amigos —le dijo Nina—. A ellos les encanta conocer nuevos compañeros.
Se acercaron a las bancas donde se sentaban los pequeños. Algunos comían galletas y otros bebían jugo. Cuando los niños vieron a la ardilla y al conejito, les ofrecieron un poco de sus galletas.
—¿Les gustaría un poco? —preguntó una niña de rizos dorados.
—¡Sí, por favor! —respondió Nina, y rápidamente partió una galleta, dándole la mitad al conejito.
El conejito se sorprendió al notar que Nina compartía sin pensarlo dos veces. Fue entonces cuando comprendió la importancia de ese gesto. Con cada bocado, sentía que la amistad crecía. Además, los niños estaban felices de hacer nuevos amigos y jugar juntos en el enorme parque.
Pasado un rato, el conejito suspiró. Debía regresar con su familia. Todos lo estaban esperando para cenar. Pero él aún no sabía exactamente cómo volver. Nina recordó los senderos secretos y estratégicamente planeó la mejor ruta. Se asomó por detrás de aquellas enredaderas donde el conejito se había perdido y notó que un camino llevaba directo al bosque cercano. Se dispuso a acompañarlo hasta la salida.
—¡Gracias por tu ayuda, Nina! —dijo el conejito—. No sé que habría hecho sin ti.
—Siempre es bueno ayudar —replicó Nina—. Además, es divertido descubrir lugares nuevos cuando estamos acompañados. Correr aventuras en soledad no es tan emocionante como hacerlo con amigos.
Antes de partir, los pajaritos y algunos niños se acercaron a la orilla del césped para despedir al conejito. Le regalaron una flor y unas semillas deliciosas para compartir con su familia. El conejito derramó una lágrima de alegría. Se sentía muy afortunado de haber encontrado amigos tan generosos. Nina lo guio a través de los últimos tramos del sendero, sorteando hojas secas y ramitas crujientes, hasta que por fin, frente a sus ojos, apareció el borde del bosque. El conejito identificó el camino de regreso a su madriguera.
—Prometo visitarte pronto —dijo el conejito—. Quiero invitarte a mi hogar y jugar con mis hermanos. Allí también tenemos árboles divertidos y muchos túneles para explorar.
Nina le sonrió y respondió:
—¡Me encantaría! Ahí estaré sin falta.
El conejito dio un salto, movió sus orejas y corrió con alegría hacia su familia. Nina, contenta, decidió volver al parque. Ya había tenido suficientes aventuras por un día, pero estaba lista para las que vendrían después. Se acomodó en una rama alta de su querido roble y contempló a lo lejos cómo todos en el parque se ayudaban mutuamente. La música de las risas y los cantos de los pajaritos la llenaba de felicidad.
A la mañana siguiente, Nina fue de rama en rama, repartiendo pequeñas bellotas entre los animales que no tenían suficiente comida. Se preocupaba por que todos pudieran comer. Los pajaritos se acercaban y trinaban canciones en agradecimiento, los conejos saludaban y ofrecían hojas de lechuga, y los niños aplaudían cada vez que la veían correr tan veloz.
Entonces ocurrió algo especial: los niños decidieron hacer un día de picnic. Colocaron manteles cerca de los columpios y compartieron fruta, jugo y galletas. Invitaron a Nina y a los demás animalitos a unirse a la fiesta. Todos se sentaron en círculo, y la ardilla sintió cómo la alegría de compartir un momento tan bello los unía más y más. Los pajaritos cantaron, los conejos dieron vueltas, y los niños jugaron a las escondidas. Fue un día que ninguno olvidaría.
Al final, cuando el sol se despidió con un tono anaranjado y rosa en el cielo, Nina se despidió de todos. Se llevó en su corazón una gran certeza: Compartir y ayudar hace que la vida sea más dulce. Salió corriendo con gran energía, cruzando cada sendero secreto del parque, segura de que su generosidad crecería cada día. Había aprendido que no importaba cuánta comida tuvieras o cuán grande fuera tu hogar; lo más maravilloso era ofrecer lo que tienes a quien lo necesite.
Esa noche, en su hueco del roble, miró la luna desde su ventana natural. Sus ojos brillaron con la idea de que al día siguiente podría embarcarse en otra aventure. ¿Cuál sería? No lo sabía aún, pero sí estaba segura de que en cada camino descubriría un nuevo amigo al cual ayudar. Y así, con el corazón contento y la cola recogida sobre el lomo, Nina se durmió soñando con más columpios, con más senderos y con el mágico valor de compartir.
Moraleja: Cuando compartes y ayudas a los demás, tu corazón se hace más grande y tu sonrisa más luminosa. ¡Recuerda siempre cuidar y apoyar a tus amigos en cada aventura!