Un lugar muy especial
En un rincón secreto del bosque, bajo las raíces de un viejo roble, se extendía una ciudad diminuta llamada Robledín. Allí, todas las casas estaban construidas con hojas secas, ramas dobladas y piedrecitas relucientes. Por los pasillos subterráneos, los habitantes recorrían el lugar para visitar a sus amigos y parientes. Bajo la luz tenue de las luciérnagas, esta ciudad parecía un mundo mágico, lleno de sonidos suaves y susurros gentiles.
Entre todos los vecinos de Robledín, vivía un ratón muy especial llamado Mateo. Era pequeño, de pelaje gris claro y ojos muy curiosos. Mateo no era un ratón común. Tenía la costumbre de pasear por la ciudad con un lápiz diminuto y una libreta hecha de pétalos secos. Cada vez que se le ocurría algo nuevo, lo anotaba sin dudarlo. Su cabeza siempre estaba llena de ideas, relatos y proyectos por inventar.
El taller de Mateo
La casa de Mateo era un taller diminuto. Estaba montado dentro de una cáscara de nuez, reforzada con trozos de corteza. En la pared, se encontraban colgados muchos planos y dibujos de todo tipo de artefactos. Algunos eran extravagantes y complejos. Otros eran simples y divertidos. Pero todos tenían algo en común: nacían de la imaginación infinita de Mateo.
En su mesa de trabajo, resaltaban pequeñas herramientas hechas de espinas fuertes y trocitos de metal recuperados de objetos que terminaban en el bosque. Para el resto de los habitantes, aquellas piezas pequeñas no tenían valor, pero para Mateo eran tesoros. Con ellas, construía poleas diminutas, engranajes minúsculos y hasta el sistema de ventilación que permitía al taller mantenerse fresco en días calurosos.
Debajo de una lámpara hecha con una luciérnaga, Mateo se sentaba a revisar cada invento sin perder la concentración. Siempre llevaba goggles diminutos en la frente, en caso de necesitar protección contra chispas o virutas de madera. Gracias a su paciencia y entusiasmo, los inventos cobraban forma poco a poco.
La primera gran oportunidad
Un día, mientras Mateo acomodaba sus planos, escuchó un rumor por la ciudad. Todos hablaban de un problema muy grande: el canal que llevaba agua fresca desde un arroyito estaba obstruido. Las raíces del viejo roble habían crecido tanto que bloquearon el cauce. Sin agua corriente, los habitantes de Robledín temían que las reservas se secaran.
—¡Ayuda! ¡Necesitamos a alguien que sepa cómo liberar el agua! —gritaban algunos habitantes en la plaza principal.
Mateo sintió que su corazón latía con fuerza. Era su oportunidad para poner en práctica sus inventos y demostrar que, con perseverancia, todo problema tiene solución. Cargó su mochila con planes, lápices y algunas herramientas. Vistió su monocular casero para poder observar de cerca las raíces. Luego, salió con paso firme hacia la parte más lejana de la ciudad, donde el obstruido canal corría bajo tierra.
El obstáculo
Cuando Mateo llegó al lugar, se unió a otros vecinos que intentaban cavar un túnel alternativo. Sin embargo, las raíces eran tan gruesas que la tierra se había endurecido. Las hormigas, que conocían bien los pasadizos subterráneos, dijeron que nunca habían visto algo igual. Los topos, veteranos en cuestiones de excavación, reconocieron que necesitarían trabajar semanas para desbloquear el canal.
La multitud se quedó en silencio al ver la magnitud del problema. Algunos empezaron a desanimarse. Pero Mateo sacó su libreta y se puso a dibujar. Tenía un plan: crearía una máquina perforadora diminuta que pudiera abrir un túnel sin dañar las raíces del roble. Todos miraban con sorpresa cómo dibujaba formas y tomaba medidas con sus gafas.
—¡No te rindas! —le decían los más optimistas.
—No te preocupes, amigos. Mi invento será pequeño, pero muy poderoso —respondía Mateo con una sonrisa.
Mientras tomaba sus notas, imaginaba un artilugio hecho con engranajes de metal y madera flexible. La idea era que la máquina aprovechara la fuerza de las corrientes de aire subterráneo para impulsarse.
Construyendo el invento
Mateo regresó a su taller con determinación. Empezó a reunir trocitos de metal delgado, resortes reciclados y plumas huecas para canalizar el aire. Trabajó día y noche, sin descansar. Para su sorpresa, nunca se sintió cansado. La emoción y su imaginación incesante mantenían viva su energía.
De vez en cuando, sus amigos del pueblo llegaban para ofrecer ayuda. Traían nueces, granos y un poco de miel para que no faltara la comida. Incluso le prestaban herramientas especiales. Mateo les explicaba con palabras sencillas cómo unir piezas y dónde colocar cada tornillo minúsculo.
—Si todos colaboramos, terminaremos más rápido —decía entusiasmado.
Mientras iban ajustando la máquina, probaban sus mecanismos. A veces, algo fallaba y tenían que empezar de nuevo. Pero no se desesperaban. Cada error les enseñaba algo nuevo. Por ejemplo, una noche se dieron cuenta de que la rueda principal no encajaba con el piñón más pequeño. Tuvieron que rehacer el diseño de la transmisión. Aunque tardaron más de lo planeado, la máquina iba tomando forma.
El día de la verdad
Al cabo de varios días, la perforadora estaba lista. Era un artefacto más grande que el propio Mateo, pero seguía siendo lo bastante pequeño para caber bajo las raíces del roble. Sus paredes metálicas brillaban con un ligero reflejo, y los engranajes se movían con elegancia cuando alguien giraba la manivela.
Esa mañana, Mateo reunió a sus vecinos y emprendieron la marcha hasta el lugar del canal bloqueado. Entre risas y comentarios expectantes, colocaron la máquina frente a las raíces gruesas y abrieron la compuerta desde donde saldría la tierra que perforara. Se sentía un ligero nerviosismo en el aire, pero también mucha esperanza.
—¡Adelante! —gritó Mateo, poniéndose sus goggles y accionando el mecanismo principal.
El artefacto empezó a girar, moviendo sus brocas diminutas y clavándose poco a poco en la parte más blanda de la tierra. El zumbido era suave y constante, casi como el ronroneo de un gato satisfecho. Los vecinos observaron con asombro cómo la tierra se removía sin lastimar las raíces principales.
Con cada giro, la punta se abría camino, creando un pequeño pasadizo para que el agua fluyera. Pero no todo era tan sencillo. En un momento, la broca tropezó con una piedra demasiado grande, y pareció atascarse. Mateo gritó:
—¡No se rindan! Intentemos maniobrarla un poco. ¡Giren la manivela en sentido contrario!
Los ratones y hormigas comenzaron a empujar, y con un crujido metálico la máquina se liberó. Entonces, siguió avanzando. Entre cada leve obstáculo, se escuchaban palabras de ánimo y aplausos al superarlo.
Celebración y sorpresa
Después de unas horas de trabajo continuo, la perforadora dio por fin con el otro lado. Fue como ver un pequeño hilo de luz atravesar la tierra. Un hilillo de agua empezó a brotar, y en cuestión de minutos, ¡el canal estaba nuevamente en marcha!
Los vecinos saltaron de alegría al ver el agua cristalina correr y llenar los depósitos del pueblo. Las ranas croaban agradecidas, y las luciérnagas volvieron a iluminar Robledín aún más radiantes que antes. Todos se unieron en una gran fiesta junto a las raíces del viejo roble.
—¡Mateo! ¡Lo lograste! —decían algunos.
—No lo hice solo, amigos —respondía el ratón con una sonrisa—. Gracias a la ayuda de todos y a nuestra perseverancia, el agua nunca dejó de fluir.
Unos pájaros de plumaje verde que residían en lo alto del árbol lanzaron bellas melodías para festejar el gran éxito. Los niños de la ciudad bailaron y ofrecieron flores a Mateo en señal de gratitud. Era un verdadero espectáculo ver tanto color y música en aquel rincón secreto.
El valor de la persistencia
Cuando la celebración llegó a su fin, Mateo contó su historia a los más jóvenes. Les explicó que las ideas nacen de la imaginación, pero cobran sentido solo si se trabajan con empeño. Les habló de las veces que falló en sus inventos, y cómo cada error se transformó en una lección que lo hacía mejorar.
—No teman equivocarse —les aconsejó—. Cada intento fallido es una pista que ayuda a encontrar la solución correcta. La perseverancia nos da valor para seguir adelante, incluso si algo se complica. Y la imaginación nos abre puertas que creíamos cerradas.
Las palabras de Mateo inspiraron a todos los presentes. Y así, en Robledín, se transmitió la enseñanza de que no existe problema imposible cuando se combina la imaginación con la voluntad de perseverar.
Moraleja
La historia de Mateo nos enseña que siempre debemos creer en nuestras ideas. A veces, un problema parece tan grande que nos desanima. Sin embargo, con la ayuda de los amigos y la unión de nuestros esfuerzos, podemos crear el mejor camino. Si imaginamos soluciones nuevas y nos esforzamos con perseverancia, seguro que encontraremos la manera de salir adelante.
Y así termina la aventura de Mateo, el ratón inventor que, gracias a su mente curiosa y a la determinación de no rendirse, llevó alegría y agua fresca a su querida ciudad diminuta bajo el viejo roble.